Eran pocos los que recordaban la fecha con exactitud: hacia mediados del siglo que pasó la Academia Sueca comenzó a incluir la mayor cantidad posible de oficios entre las candidaturas al Nobel literario. Uno de los primeros en poblar la lista fue, previsiblemente, el de los bibliotecarios, muy rápidamente seguido por el de los traductores. Pronto fueron agregados muchos, tantos como fuera posible: correctores, locutores, relatores, administradores de redes sociales, redactores de discursos, directores de talleres literarios, psicólogos, parapsicólogos (que insistían en ser llamados mentalistas), creadores de cánticos, grafiteros, políticos, polemistas, maestros de idiomas; más tarde la profesión de la docencia generalizaría su profusión. Las condiciones estrictas eran sólo dos: se debía poseer alguna suerte de ligazón con la palabra, oral o escrita, y la vergonzante, aristocrática y despreciable ocupación del escritor equivalía a automática descalificación. Por acuerdo unánime y tácito, los ganadores se turnaban en el ejercicio de las artes domésticas; era preciso no irritar a los distintos gremios, por lo que, digamos, dos comentaristas deportivos no podían ser declarados vencedores sin que hubiese mediado un plazo de alrededor de un lustro. El anuncio era esperado cada año con devoción gregaria.
En su última edición, la Academia Sueca optó por una nueva y valiosa audacia: galardonó a un pintor; su infatigable labor llevada a cabo de sol a sol cubriendo con mudos colores los muros de casas y edificios denotaba la superioridad del silencio cromático por sobre el caos de la lengua (la peste de Babel, como la bautizara uno de los catedráticos). En su discurso de aceptación (que fuera compuesto por uno de los miembros del comité), el hombre, entre emocionado y modesto, admitió que no sabía leer. Alguien murmuró un tibio reproche, pero desde la Academia se alzaron voces justamente indignadas: no premiamos logros adquiridos, se señaló con severidad, sino aquellos que hubieran podido suceder. Distinguimos a la obra que jamás se escribió, a la página que no acabó de nacer, a la línea que nunca fue. Eso, y no otra cosa, es el arte de la literatura.
HB
Jean-Honoré Fragonard: La lectora, ca. 1770. National Gallery of Art, Washington D.C.