La naturaleza más sobresaliente de la cíclica noche peronista es la fealdad. Silvia Arias recuerda que en ocasión del último cumpleaños de Bioy, el ágape fue, como el homenajeado, espléndido: un benefactor acercó una medalla de oro; otro, un reloj de venerable antigüedad. Una actriz declamó una pieza de Akutagawa; desde el pueblo de Pardo el vecindario obsequió un disco de metal cargado de inscripciones. Bioy gustaba de celebrar su aniversario en fecha adelantada o postergada; el hábito semeja una superstición, pero tiene que ver con la elegancia de una discreta e inofensiva impuntualidad.
En pocos meses más moría Bioy. En un par de años más su país se desmoronaba bajo la tediosa vergüenza de una nueva conspiración del peronismo, y de la que quizás jamás se esté completamente a salvo. Bioy, quien merced a una anécdota familiar deducía que morir durante una tiranía presupone una eternidad de prisión, gozó de la fortuna de desconocer un período oscuro que le hubiera resultado harto y dolorosamente reiterado: persecución, anatemas, muchedumbres, estupidez, oprobio, canina servidumbre, sangre.
Murió Bioy Casares en el anteúltimo año del siglo XX. Apenas cuatro lustros después imaginar o concebir celebraciones augustas y serenas es un acto de heroísmo: ni aun la casa de comidas que cobijara a esa fiesta existe hoy. La carestía ha derrumbado no sólo los boatos mínimos: el régimen desconfiaba de toda acción que no era perpetrada en su nombre y la desalentaba; a fuerza de ser censuradas y sometidas las gentes acabaron por ejercer su propia censura y su propio sometimiento. Orwell hubiera ensayado una sonrisa solidaria.
La primera víctima de las tiranías peronistas ha sido siempre la estética; lo bello luce insulto a ojos de la plomiza revolución. Es, también, la última de las dolientes en regresar del exilio. Todavía no ha sucedido.
HB
*Johann Zoffany: El saqueo de las bodegas del rey en París, ca. 1795. Colección privada.